miércoles, 30 de marzo de 2011

¿Qué es un poeta sin inspiración?

La luz tenue del pequeño fanal de gas, no dejaba apenas ver las ya de por si oscuras esquinas de la habitación. El reloj de pie, impertérrito e inalterable al paso del tiempo, que era su oficio, contemplaba desde siempre las historias desde aquel oscuro rincón. El busto de Dionisos ya no lucia como en tiempos, parecía que el alabastro de su cuello se había podrido bajo las oscuras capas de soledad. Las lágrimas de la araña lo eran de hecho, sin metáfora de ningún tipo, eran lágrimas de tristeza, de añoranza. Ya perdido el brillo y esplendor que lucían antes, cuando todo era alegría, los pequeños crisoles translúcidos eran ahora gotas de sangre, la sangre más negra que pueda el poeta imaginar.
Ajado por el tiempo y la humedad, el viejo escritorio de caoba incrustado de piedras languidecía como el resto de los muebles, bajo el peso del polvo que perlaba todas las estancias del caserón.
La señora A. llamó a la puerta, que se abrió al no obtener respuesta como una boca de luz. Ante esto, los objetos más insospechados se vieron cegados y respondieron a penas con un ligero brillo de plata, de cobre en incluso de cinc.
Dispuso el té en la mesa baja de siempre; dos terrones de azúcar, unas gotas de limón y una pizca de canela.
Y allí estaba él. Cuando la señora A. se retiró, tras no recibir respuesta a su “con permiso”, al fin consiguió erguir su cuerpo del pesado escritorio. Su silueta se dibujó en los gruesos cortinajes, espeso velo de terciopelo granate que lacraba su ilusión.
Sentado en la mesa baja, con la porcelana fina en los labios y el sabor del rancio tabaco asediándole boca y garganta, solamente pensaba en los pliegos y pliegos que había invertido en una causa perdida. Tan perdida como su esperanza y su ilusión.  Bajo la mesa escritorio, podían verse montones de bolas de papel, esbozados en tinta azul. Ninguno era suficiente, ¿Qué decir? ¿Qué más decir?...el tímido poeta había perdido la inspiración. Solo y cansado en aquel oscuro cuarto no podía nada más que soñar con el día en que sacase las fuerzas suficientes para atreverse a saltar.
Poco a poco, su frustración fue creciendo. Sus pasos pesarosos lo llevaron hacia el lado opuesto de la habitación, dejando tras de sí un rastro de humo de tabaco y viejas añoranzas.
Tímidamente, y muy asustado, consiguió sacar valor para abrir una pequeña rendija por entre las amplias cortinas. La ilusión de que estuviera allí él, de regreso, le hizo ambicionar más y más, hasta que de par en par, las cortinas se hallaron abiertas y como un aguafuerte, su contorno negro quedó recortado frente al ventanal en un dibujo casi tétrico: el mar enfurecido bajo la terraza de dócil naturaleza salvaje, el cielo gris plomizo entre las palmeras y el poniente azotando el gran ventanal. No. Definitivamente no había vuelto, la ilusión de desvaneció de súbito y en su corazón solo latía un pálpito: “salta”, “salta”, “salta”.
Al anochecer de aquel día llegó un coche tirado por dos caballos negros. De nada servía ya lamentarse.
                                                                                                                                             G.G.